

Ni en mis sueños más salvajes hubiera pensado que solo gracias al Alzheimer llegaría a tener la madre que siempre soñé. Tras un largo proceso de sanación, había aprendido a vivir con curitas que servían de remiendos en mi corazón hasta que ocurrió algo inesperado.
Fui una niña no buscada. Hija mayor de una familia de cuatro miembros de clase media, con Rafael, un padre que viajaba más de lo que estaba en casa. Gloria, mi madre, vertía sobre mí toda su frustración generalmente con frases como “¿qué he hecho yo para merecer semejante castigo?”, refiriéndose a mí, por supuesto. Desde pequeña quería simplemente desaparecer: creía que era la culpable de los problemas en el matrimonio. Aunque mi padre no estuvo siempre para nosotros, pude sentir amor por él y, aunque a su manera, sé que se preocupaba por mi hermano y por mí.
Estoy segura de que con mi madre tuvimos uno que otro momento bueno a lo largo de los años pero nuestra relación era mala la mayor parte del tiempo. Tanto que me mudé de Colombia a Estados Unidos en cuanto pude: tenía 24 años, me había recibido de comunicadora social y deseaba vivir una vida lejos de críticas constantes y de la sombra de mi madre.
En Estados Unidos me casé, fui madre y, después de diez largos años, me divorcié. Al convertirme en madre, les prometí a mis hijos Gabriel y Miguel Ángel que no cometería los mismos errores que mi madre cometió conmigo.

Poco después de mi viaje de “independencia”, ella se mudó a Miami también, pero para nuestra fortuna viviendo lejos de nosotros. En 2010, ya estando divorciada, mi madre se mudó a mi casa. Ella no podía pagar su renta y había prometido ayudarme con los gastos. Acepté, guiada por esa famosa frase de “una hija debe ayudar a su madre” y por qué podía servir como respaldo para cuidar a mis dos hijos. Yo dormía con ellos y mi madre sola en otra habitación. No ayudó con los gastos y para cuidar a los nietos siempre tenía dolor de cabeza, pero por lo menos estaba en casa por si debía salir a trabajar. En 2019, la convivencia llegó a un punto crítico. Después de mucho análisis espiritual y mental, me di cuenta de que ya no la veía como mi madre, sino sólo como la mujer que me había dado la vida. Para mí, la palabra “madre” implica esperanza, amor, ternura: nunca había tenido mucho de todo eso. La había descubierto hablando mal de mí por teléfono: a todas sus amigas le decía que era una mala hija. Se fue a Colombia ya que no tenía dónde quedarse en Miami y yo me quedé en casa sola con mis hijos por primera vez en años.
No volvimos a verla hasta dos años después cuando mi hermano me dijo que la notaba ida y yo quise que viniera a hacerse exámenes médicos para ver qué tenía. Mi padre, quien vive en Colombia, fue diagnosticado con demencia fronto temporal en 2019 y por entonces ya estábamos atravesando ese duelo. A su llegada me reconoció y poco más: mi hermano tenía razón. No era consciente en qué ciudad estaba: era obvio que había algo muy mal y los síntomas apuntaban a Alzheimer. Pero, paradógicamente, algo en su espíritu había cambiado: la amargura que la había acompañado durante toda su vida había desaparecido. Incluso me agradeció que la quisiera. Por fin conocí esa vulnerabilidad que nunca antes me había mostrado. El diagnóstico fue confirmado unas semanas después de su llegada por los médicos que la atienden aquí.

Hace un par de meses, recibí un correo electrónico invitándome a la inauguración del nuevo hotel Nickelodeon en la Riviera Maya. Pensé que había llegado en el peor momento posible pero, al mismo tiempo, algo me decía que podía ser una oportunidad para sanar.
Era la ocasión ideal para ver si ese niño interior quería salir en medio de la tormenta que se avecinaba. Una oportunidad para cambiar y reconectar o, como dice la risoterapeuta Erika Ruiz “a veces, recordar duele”. Por eso elegí olvidar el pasado y hacer nuevos recuerdos más memorables con la última versión de mi madre. Y de paso que mis hijos recordaran a esta “nueva abuela” más amorosa, juguetona y cómplice que la Gloria anterior.
Fue la primera vez que no surgieron problemas mientras viajaba con ella. Fue la primera oportunidad que tuvo mi niña interior de, como siempre había querido hacer mientras crecía, disfrutar de su madre mientras jugaba con Bob SquarePants, Patrick la Estrella, Dora la Exploradora y la amable y simpática gente del complejo.
Todas las noches dormíamos con un maletín, una mesa y muchas otras cosas bloqueando la puerta de la habitación para asegurarnos de que no se escapara, y luego cada mañana nos sentábamos a ver salir el sol al lado de la piscina, mientras ella les contaba a mis hijos historias que nunca sucedieron.

Soy consciente de que es poco probable que un viaje como éste se repita, porque su enfermedad sigue avanzando sin inmutarse, pero incluso ahora, gracias a su Alzheimer, por fin puedo verla sonreír y aceptar el amor de quienes la rodean. A pesar de la infancia de privaciones y sentimientos de vacío, no puedo dejar de dar gracias por estos días que nos han permitido sanar tantas heridas del pasado.
Hace poco supe que mi madre, en un raro momento de lucidez, le confesó a mi gran amigo Mauricio Ginestra que “al final, lo que quería era que mis hijos fueran buenas personas, a pesar de mis defectos y carencias, y estoy inmensamente orgullosa de lo que llegaron a ser”. Me gustaría quedarme con eso y cuando, en otro momento de claridad, me reconoció que me quería y que estaba orgullosa de mí, algo que nunca había dicho. Quizás nunca sabré realmente si me quería o no, pero no pasa nada, hay cosas que simplemente desafían la explicación.
Creo que ese viaje, y estos pocos meses que hemos compartido a pesar de su Alzheimer sanaron nuestras almas rotas. Pero incluso cuando su enfermedad empeore y todo se vuelva más difícil (algo que acabará sucediendo), volveré a ese lugar en México donde volvimos a ser niños y sanamos nuestras heridas del pasado. Ese lugar en el que, con mi madre y mis hijos, fuimos una verdadera familia feliz.
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